domingo, 29 de agosto de 2010

Comer perdices

El encuentro fue fugaz. Solo un intercambio de sonrisas. No pasó a mayores. Los siguentes siete años ninguno supo del otro. Eso no importó demasiado porque ya habían pasado 31 sin que se hubieran visto siquiera la cara.
En la escalera del subte la mañana de un martes de otoño, volvieron a verse. Ella bajaba con un brillo áurico. Su pelo rubio al viento; sus labios pintados de rojo; su camisa que, entreabierta, seducía a cualquier mortal. El subía, desalineado, cansado luego de una larga noche laboral. Sin afeitarse, sudoroso.
El la recordaría algunos días. Ella no. No volverían a verse.

2 comentarios: