jueves, 24 de febrero de 2011

Amaicha del Valle

Al bajar del colectivo el silencio aturdía. Pronto un zumbido punzante como el de un teléfono mal colgado emergía del cerebro hacia los oídos.
Parecían las cinco de la mañana. La docena de turistas que habíamos bajado juntos del Aconquija, que ya no estaba, tratábamos de explicarnos cómo se había hecho de madrugada si hace un rato habíamos almorzado unos tamales fríos que compramos en la Terminal de Tafí.
Un niño, que se estaba haciendo muchacho a juzgar por sus finos y largos bigotillos achocolatados, interrumpió nuestro mareo.
- ¿Tienen hotel? –sus manos, simulando timidez, se enredaban en una remera mientras hablaba.
De modo que este lugar irreal era nomás Amaicha.
No tardamos en ver el sol, en saber que la tarde recién empezaba, y en divisar, a pocos metros de nuestras narices, a no menos de cincuenta muchachos de entre dieciocho y treinta y cinco años desparramados por la placita.
Así que la cosa era así nomás. Aunque la gente hablara, y algún que otro auto paseara por las calles asfaltadas del pueblo, uno no escuchaba más que el creciente zumbido que le daba vueltas por la cabeza, acaso horadándole el cráneo.
Pero pronto el motor cerebral que nos arrastra se desacelera y uno se funde en el paisaje, y entonces no hay lugar más agradable en el mundo que éste.
Camino al camping de Fredy pasamos por la modesta oficina de turismo, institución encargada de propagar la infundada creencia de que en Amaicha nunca llueve. El microclima que envolvía al pueblo, como todo lo sólido, se desvaneció en el aire, y ahora cada tanto llueve, y a veces, aunque fugaces, hasta hay tormentas.
Para ponernos a tono, media cuadra antes del camping nos sentamos en una peña a tragar un poco de vino y tres empanadas de carne fritas. Mi vaso, de plástico blanco con ranuritas en le medio, tenía una débil rajadura que dejaba pasar lentas gotas color sangre. Para no dar explicaciones de manchas extrañas, lo apuré de tres sorbos.
Nuestras mochilas, del tamaño de un nene de cuatro años, eran más llamativas que las nucas rosáceas de dos europeos que bebían cerveza en cuero y al sol.
Un mes después, viendo las fotos que sacamos en ese playón de cemento que más que una peña parecía un lavadero de autos, reconocimos lo ridículas que quedaban nuestras mochilas junto a los caballos que pastaban detrás de los músicos.
El camping de Fredy es una loma de tierra que nace junto a la calle, y termina no mucho más allá, en una casa de material de dos pisos.
A la noche no hay bares adónde ir, así que la movida está en el medio de la plaza, adónde unas decenas de personas nos juntábamos a cantar y hacer correr las botellas de plástico cortadas al medio y cargadas con vino patero, que sorbíamos de a grandes tragos como si hubiéramos venido corriendo.
La mitad de los muchachos eran de San Miguel de Tucumán, y el resto veníamos de todas partes del país. Las chicas, en cambio, venían casi todas de Buenos Aires y alrededores.
La más linda, una rosarina de diecisiete años, usaba un vestido amplio que parecía volar al compás de las zambas que cantábamos a destiempo. Cuando terminaba un tema, aplaudíamos buscando su mirada, y si a veces nos cruzábamos con su sonrisa de dientes apenas separados, le reteníamos la mirada todo el tiempo posible para ver si nos salía algún tema de conversación.
Su hermosura nos enmudecía. Nunca supe decirle más que parece que va a ser un lindo día, mientras ella colgaba su vestido de un árbol que unía y separaba nuestras carpas. Al recordarla, noto que su respuesta no era muy alentadora:
- ¿Tenés broches? –su pelo de te con miel estaba volcado suavemente hacia atrás, y en su frente un pedazo de tela verde hacía de bincha.
- Sí –dije yo, dándome cuenta al instante de que tendría que haber dicho que no, que una mina así jamás le daría pelota a un flaco que viaja de mochilero con broches. Me faltaba sacar el celular, y la completaba.
Ahora ya no hay tantos escrúpulos con este tipo de cosas, pero en ese momento la gente jugaba a disfrazarse de Tarzán durante las dos semanas que duraba su peregrinaje por el “mundo salvaje”. Lo justo era que yo, en ese momento, le enseñara cómo se podían reemplazar los broches sin que el viento se llevara su vestido frágil por los Valles Calchaquíes o más bien que la hubiera invitado a desvestirse o, por qué no, a volar directamente.

1 comentario:

  1. Ay qué lindo Amaicha.
    Cuando fui al norte fue lo que más me gustó.
    Me acuerdo de un viejito que paseaba un violín, le decían "Serafín Rodríguez, el violín viajero".
    -Viaja mucho? -le preguntamos.
    -Yo no, el violín. Por eso "el violín viajero".
    Qué plato. Quiero volver!!!!!!!!!!!!!

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