jueves, 24 de febrero de 2011

El lado pájaro del corazón

Como todos los días, Eugenio se levanta a trabajar la tierra a las cinco de la mañana. El gallo suele arrancarlo de la cama con su quiquiriquí, pero a veces él se le adelanta. Está acostumbrado a moverse con el sol. Se levanta de madrugada y se acuesta con el anochecer (a eso de las ocho, ahora que es verano, vistes, me dice). En el kilómetro X de la ruta X hay un cartel que dice amablemente: “Bienvenidos a Santa Sylvina”. Es una especie de arco del triunfo hecho de barro; de él pende una chapa con el nombre del pueblo.
Santa Sylvina es un pueblo hermoso del suroeste chaqueño. Junto al cartel, que pasa por encima de la carretera que conduce al centro, se encuentra la casa de Eugenio. Es la primer casita, una de esas cuya hermosura reside en la sencillez.
A esta hora, los pueblerinos salen a correr. Abandonan sus camas y salen caminando desde sus casas hasta la entrada, justo frente a la casa de Eugenio. Ahí empiezan a trotar, toman la ruta y se pierden en el lejano horizonte. Una hora después empiezan a volver los primeros, que aventajan en una hora a los más rezagados. Entre las cinco y las siete de la mañana centenares de personas pasan al galope por la casa de Eugenio, punto de partida y de llegada de la travesía diaria. En piletones enormes, él les tiene preparada agua potable y unas jarras con las que saciarán la sed.
Eugenio no les presta mayor atención. Mientras los “corredores” (como le gusta llamarlos), beben y se refrescan, él sigue trabajando allá atrás, en su huertita. Ocasionalmente responde a algún saludo levantando un brazo, pero no más que eso.
Día tras día, absolutamente todas las mañanas, sobre el cartel de acceso al pueblo se posa una incontable cantidad de aves de las más variadas especies. Los pájaros se instalan allí, uno al ladito del otro, para ver correr a la gente.
Me causa curiosidad la escena diaria. Los pájaros allí, observando con atención a los corredores, la mirada fija en ellos. Eugenio se da cuenta y me explica que los pájaros se sienten avergonzados por su condición de pájaros. Condenados a volar, piensan que la libertad es poder correr. Se sienten seres inferiores por poseer inútiles alas que sólo sirven para volar. Para volar a ningún lado, además. Sin punto de llegada. Admiran las piernas de las personas, que les permiten transportarse con los pies sobre la tierra. Que los aferran a un lugar, otorgándoles una identidad, pero sin encadenarlos a él. Los pájaros, en cambio, dan vueltas al orbe. (“Al planeta, ¿me entendés?”) Pero sin ningún sentido, sin metas, sin horizontes. Un constante ir hacia ninguna parte. Esclavizados de su condición de pájaros, no pueden más que volar.
Por eso, que se posen ahí los pájaros, no es otra cosa más que un anhelo de libertad, me cuenta Eugenio, casi en voz baja. Me dice y sigue trabajando, ajeno a mí, a los pájaros y a sus piernas atadas con várices.

3 comentarios:

  1. Pónganse a trabajar y déjense de escribir boludeces manga de jipis

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  2. Se pronuncia jipis pero se escribe hippies

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