viernes, 4 de marzo de 2011

Burdel

La trampa ya está tendida. El jefe las mira desde lejos. Se pasó mucho tiempo pergeñando esta gran tela de araña de la cual nunca más las dejará salir. Las bailarinas se acercan danzando torpemente, como intentando disfrutar de aquello que tan feliz las hizo alguna vez.

Vienen de todos lados: algunas, de lugares vecinos; otras, de tierras un poco más alejadas. Todas fueron expulsadas de sus lugares de origen. Dieron en este lugar durante la búsqueda de una mejor vida (algún paraíso tal vez) o simplemente de un sitio donde poder subsistir de manera digna.

Es ahí donde él entra en juego. Se aprovecha de la situación de debilidad de sus presas, las confunde y las atrae a una muerte lenta, muy lenta. No todas ignoran lo que les espera. Pero de todos modos confluyen al llamado, pensando que al menos pasarán sus días viviendo de la alegría y el placer.

El problema es que en muy pocas ocasiones les pertenecerán a ellas (solamente cuando ocurra que algún muchacho apuesto las trate como personas); la mayoría de las veces será propiedad de los insectos que se les posen encima. Saciando su lujuria, alimentándose de su vitalidad y extrayéndole cada gramo de felicidad posible.

Esta especie de insecto, luego de la tarea cumplida, suele despedirse de ellas dejándoles uno o más papeles de colores -pequeñas cartas de amor- que deben compartir con el dueño del lugar. Es así como este personaje se adueña de gran parte del cariño recibido por cada una de sus bailarinas sin haber sido él el artífice del mismo en ningún momento.

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