sábado, 12 de noviembre de 2011

Altamar


Aquella noche, entre la ventisca, pude dar con tres marineros que bebían a raudales en una herrumbrosa posada.
- Son más de las doce- me dijo el ventero, un hombre robusto de más de sesenta, huraño y de pocas palabras.
- Vengo a hablar con aquellos caballeros- le dije cortesmente, y señalé una mesa.
Me dirigí hacia el amplio salón, donde habría unas doce, tal vez quince, personas sentadas.
Una mujer se me quedó mirando. No me tomé la molestia siquiera de pensar si la conocía.
- Buenas noches.
- Gunnar... - se limitó a decir uno de ellos.
- ¿Le conozco?
Asintió con la cabeza y me invitó a sentarme.
El sujeto que se dirigió a mí era gordo, corpulento, de cara rosada y pelo y barbas blancas como la nieve.
Los otros dos lo miraban con temor y respeto, supuse que trabajarían para él.
- Cómo olvidarle... aquella noche de densa niebla. Usted en el barco...
De repente su cara adoptó un gesto severo; se quedó pensando un momento, con sus dedos mayor e índice sosteniendo su frente.
- Usted no pertenece aquí.
- ¿Qué?
- Lo que oyó, Usted no pertenece aquí. Puede quedarse, si lo desea, aunque nadie de los suyos lo haya soportado, podría Usted ser el primero, ¿por qué no?
Lanzó una risa horrible semejante al vómito. Pidió más ginebra.
Me hizo una seña para que me sentara. Bebí en silencio.
- Aquella noche usted no representaba en mí mas que la imagen de un molusco en la red, desposeído. Para cuando la neblina nos cegó yo me disponía a dormir. Sentí el sacudón en la proa. Bien sabemos todos que el Galante no es un navío en el que algo así puede pasar desapercibido. Salí del camarote apoyándome en las paredes, dando pasos ciegos e imaginándonos a merced de algo poco común, de otro orden quizá, como esas historias que contaban los viejos marinos. ¡Valgame Dios! Ante mis ojos una escena que no hubiera escogido presenciar nunca. El mar en llamas, llamas amarillas, inflamadas, podridas, ¡malditas llamas! Aquello era como el mar del infierno. Recuerdo a alguien de mi tripulación decir que se trataba de fuegos fatuos. Nada más errado, excepto que el agua tuviera fósforo en lugar de hidrógeno. En esos momentos de estupor, también lo recuerdo a usted, maniatado, mirando cómo llegaba nuestro fin. De pronto la madera crujió y fui derribado y cortado por una escama. Es todo lo que vi. Una escama gigante. Luego, con el agua tragándonos, el fuego, la niebla, la tripulación desesperada, la noche y el infierno esperándonos, el ojo del pez, un ojo bruto en medio de la noche, coletazos que cortaban la madera como sierras, filo mortífero que desmembró al menos a tres marinos. Volví mi vista hacia usted, otra vez, seguía atado al mástil. Sudaba como si ardiera de fiebre. Corté los nudos con una daga turca que había allí en el piso. Comenzó entonces un ruido insoportable, un sonido agudo que pinchaba nuestros tímpanos como si metiéramos un alfiler en los oídos. Caímos desfallecidos, una última mirada, usted y yo, antes de perder la conciencia, sudados, envueltos en una cobija roja, la madera todavía crujiendo, la almohada en el piso.

-¿¡Qué hora es!?
- Seis y media, tranquilo, hoy es sábado.






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